La voluntad de Dios

Estimadas amigas y amigos de la oración de Jesús.

Espero se encuentren bien, perseverando en la tarea de reemplazar la divagación por la oración y templando el cuerpo con sobriedad creciente, a fin de permitir la presencia de Cristo en nuestras actividades.

Continúo la relación epistolar con ustedes a partir de las consultas que me llegan y de entre ellas, eligiendo las que puedan servir a todos.

Acerca del tema de la voluntad de Dios mucho es lo que se ha dicho y escrito en la historia de la espiritualidad; pese a ello, permanecen dificultades de discernimiento en cuanto a la voluntad de Dios para con uno mismo como persona particular y en las situaciones precisas en que lo cotidiano se desenvuelve.

¿Qué he de hacer ante esto o aquello y cómo saber que no es mi propia voluntad la que se disfraza de tarea sagrada? Menuda pregunta tenemos entre manos, trataremos de aportar algo en base a nuestra experiencia.

Antes que nada nos ha resultado útil ser conscientes de que la imperfección es inseparable de lo humano. Nos es propio lo imperfecto del mismo modo que respirar es inherente a nuestra vida.
Y esta cierta in-completitud, palpable en todos nuestros actos y sentimientos, configura mucho de nuestra riqueza, porque gracias a esa permanente incertidumbre es que tendemos a Dios, la suma de la perfección y la certeza.

En nuestras obras puede observarse lo hecho y también lo que hemos querido hacer. Existe siempre algún grado de separación entre lo querido y lo encontrado. Es que somos seres en tránsito, peregrinos rumbo al santuario y esta misma condición itinerante pone el límite de lo provisorio a todo emprendimiento.

Nuestras construcciones, de cualquier índole, son temporales. Se producen dentro del tiempo, son finitas, pero buscando la eternidad. Aspiramos a lo perfecto y a lo eterno, queremos las cosas bien hechas y para siempre y en esta intención se encuentra la chispa que nos impulsa a lo divino.

Entonces, tener presente esta situación básica de la existencia, nos permite recordar la necesidad de la misericordia en cada momento y nos predispone a buscar la voluntad de Dios para nosotros, sabedores de que solo podremos "traducir" la misma, desde nuestro estado espiritual, siempre imperfecto.

Desde luego surgen ciertos criterios generales, que podemos utilizar para discernir en la vida de cada día, lo que se acerca o se aleja de la voluntad del Señor; dar en el blanco es otra cosa.

1. El criterio de la violencia.
"Si mi acción es violenta en cualquier forma, no es acorde a la voluntad de Dios."

Si en nuestra acción concreta o como resultado de ella, se produce violencia en cualquier forma de manifestación, podemos saber que estamos más cerca del enemigo que de Dios.

Es que la violencia más violencia genera y en espiral destructiva se termina muy lejos de lo que se quería defender.
En el campo de lo social hay sobradas muestras de cómo las guerras o lo impuesto por la fuerza, decanta más tarde o más temprano, en lo contrario de lo que se pretendía.

En el terreno de lo personal la violencia suele expresarse no sólo en su forma más evidente de agresión física, sino como diferentes tipos de forzamiento y manipulación, de imposición de lo propio sobre lo ajeno.

2. El criterio de la Presencia.
"Actúa en todo teniendo en cuenta lo que a Dios agradaría".

Este consejo que siempre repetía mi Padre espiritual, resulta muy efectivo si se lo antepone a toda acción. Él enfatizaba luego, condescendiente con mis posturas filosóficas, que si bien era muy probable que Dios se encontrara más allá de agrados y desagrados, resultaba muy útil tener presente esto como modo de avaluar las propias conductas.

En lo práctico, uno debe preguntarse: ¿Haría esto si el Señor estuviera aquí conmigo?
Pues bien, el hecho es que el Señor está. Con el tiempo uno empieza a percibir esa presencia de manera no condicional sino real y hasta se hace innecesaria la pregunta.

3. El criterio de la motivación.
"Y esto que voy a hacer, ¿para qué lo hago?, ¿Qué busco mediante esta acción?"

Porque resulta claro que existe lo que se ve de nuestra acción por fuera y lo que la informa por dentro. La verdadera acción no es lo que se nota de ella sino la intención que la motiva.
Recuerdo graciosamente ahora cómo fui sorprendido por esta enseñanza en su momento.

Mucho de lo que hacía se me reveló con motivaciones torcidas, tendientes a la gloria personal o a la revancha con frustraciones pasadas. La búsqueda de la pureza del corazón se hizo importante (Salmo 50, 12)

Lo que se ha de buscar es siempre el bien de los demás junto al propio bien. Difícilmente sea de Dios algo que perjudique a una de las partes. Si esto no se produce, conviene retardar la acción en pos de mayor reflexión.

A veces uno se apasiona en la acción y se olvida de la reflexión necesaria. Debemos evitar que nuestro hacer resulte una mera reacción, porque en este caso la motivación es muy dudosa. Poner una distancia entre el suceso y la respuesta al mismo, es imprescindible si pretendemos actuar con la intención adecuada.

4. El criterio de la paz.
"Si la acción es acorde a Su voluntad, resulta en paz interior perdurable"

Hacer la voluntad de Dios, hacer lo que sentimos que nos pide, siempre nos deja en paz. Se produce un acuerdo en nuestro interior al quedar alineados con su plan.

Esto es así aún cuando hacer Su voluntad implique esfuerzo, trabajo e incluso en ocasiones, cierta pena. Se hace distinguible la inquietud y el desasosiego que son el fruto de nuestra voluntad personal guiada por el egoísmo. Esta sensación de estar haciendo lo debido es lo que brinda la paz, más allá del resultado de la acción.

¿Y cómo hacer para saber si me dará la paz determinada conducta, si aún no la he realizado? Es preciso detenerse e imaginarla con precisión antes. Este imaginar previo también nos brinda una sensación nítida, pacífica o tumultuosa.

La práctica de la oración de Jesús nos permite ser coherentes con el mandamiento principal que enseña el Evangelio, porque este recuerdo continuo no se produce si no lo amamos a Él más que a todas las cosas.

Los saludo invocando el Nombre de Jesucristo, nuestro Señor y redentor.

Esteban de Emaús.


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